Debe ser cierto que los patrones de consumo de vino en casa se oponen en buena medida a las prácticas de moda cuando uno o una éramos niños o niñas.
El otro día en Twitter recordaba el tempranillo de las comidas y cenas de navidad en los ’70 como un signo de ignorancia: o tinto de Rioja o tinto de Ribera Duero.
Además de defender a los blancos, rosados, claretes y espumosos, creo que en España hubo un tiempo en que todo era tempranillo y el resto era Valdepeñas. Algo así como si el más pudiente aspirara a un Rioja Reserva y el humilde a un vino de la Mancha. Un clasismo vitivinícola y un producto de la ignorancia.
Pongamos un precio. Digamos que no puedo permitirme pagar más de 6€ por botella. Y que, cuando hay ofertas en el supermercado, compro 2 botellas de vino por los mismos 6€ y me voy a casa más contento que un ocho. Y los disfruto el doble, porque son vinos frescos y no me dejan la cabeza como un crianza de los baratos, machacada.
Pues en los ’70 se prefería el tempranillo añejado y muchas veces cabezón al vino fresco con aromas florales y gusto a tierra. Se despreciaba el vino que no envejece bien, como si hubiera que juzgar las uvas por el añejamiento que permite su jugo fermentado. Y dado el escaso conocimiento de vinos foráneos, yo diría que los ’70 fue la década del Rioja.
Luego vino un mayor conocimiento de la DO Ribera Duero. Con sus emblemas, como el Tinto Pesquera, vulgarizando la gran variedad vitivinícola de Castilla-León: el mencía que puso de moda Prada a Tope en el Bierzo cuando Ribeira Sacra estaba aún despegando, el verdejo de Rueda y el tempranillo con sabor a tierra vallisoletana y a asado castellano, entre otros.
El descubrimiento del Ribera Duero, que era exclusivo de los snobs en los ’70, se popularizó en los ’90. Las cosas se hicieron como se tenían que hacer, cobrándose la copa a no menos de 250 pesetas de las pesetas aquellas, cuando un Ribeiro se cobraba a 100 pesetas, quizás 125 de aquellas pesetas. Porque en la propia Galicia se pidió tempranillo como permitida, aunque no preferente.
Con lo cual quiero llegar al punto en el que en Galicia se valoraba poco lo propio en los ’70 e incluso en los ’90. Las DO han ido despegando en la década Fraga y en lo que llevamos de nuevo siglo. Y no es que no fuera tiempo ya de poner recursos, esfuerzos, técnicas, al servicio de ser conocidos y comprados en LATAM, pero no es hasta ahora mismo que se da.
Una hipotética y nunca verificada Ley del Péndulo dice que de padres con gustos proclives al reserva o al crianza barato sucede una generación que está dispuesta a pagar proporcionalmente más por un vino fresco, dinámico, con sabores florales y un toque a tierra e incluso a terruño: que el terroir se quedó para esos del tempranillo que no podían adquirir Bordeaux.
Porque hay vinos fuera de las DO del territorio patrio. El Oporto, el Madeira, los vinos franceses por supuesto, las variedades autóctonas de Canarias y las cepas recuperadas en Galicia, comparables a las del norte de Portugal, con unos vinos también más ácidos por la inclinación del sol, que deberíamos estar en el huso horario de Canarias para bien de la industria vinícola.
La acidez de los vinos cuya uva principal esquiva al sol se puede corregir en bodega. Los taninos se pueden acentuar para dar un toque seco, a Jerez, o limitarse, acentuando el terruño con olor a granito rosado o blanco, a terrazas (socalcos) milenarias donde el sol llega mejor para madurar el mencía, la garnacha tintorera o el godello.
Los vinos gallegos no son tan ácidos desde que la enología intervino. Algo en su proceso de elaboración impedía sacar a relucir los sabores frutales, la madera de castaño del bocoi, el olor a flor de campo en primavera, cuando los racimos comienzan a florecer y la naturaleza explota en colores y olores y sabores gallegos con verde prado de fondo.
Nunca se valoró lo suficiente, hasta hace poco, el tostado del Ribeiro encabezado y añejado primero en cuba y luego en botella. O el excelente aguardiente de orujo blanco, aderezado con hierbas como práctica medicinal y para aromatizar el postre de la matanza del cerdo. O los vinos de la tierra de Betanzos, por ejemplo, que son casi una rareza del ecosistema.
Estamos de acuerdo: Galicia y Portugal son el límite occidental de la vid y del olivo, y tardamos más años en ponerlos en valor. Y ahora que se han puesto de moda los vinos afrutados, con los excelentes enólogos que tenemos, podemos ya presumir de estar de moda, por temporal y transitoria que sea.
Porque el vino forma parte de la cultura gallega y como tal la representa.
Author: Buen Vino Gallego